Universo Almodóvar
Pedro Almodóvar acaba de estrenar en las carteleras españolas su vigésima cinta, Julieta. Muy atrás queda ya su ópera prima, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), que irrumpió con un inusitado impacto en el panorama cinematográfico español de aquel momento, en un país que se hallaba en plena Transición, una España de reformas, de nervios, inquietudes, pero igualmente cargada de esperanzas y anhelos de libertades. Como telón de fondo, la Movida madrileña. De ínfimo presupuesto (500.000 pesetas) y numerosos problemas en el rodaje, tal filme está considerado hoy de culto y todo un icono de aquel movimiento contracultural que surge en la España posfranquista. Que una de sus protagonistas fuese Alaska no es baladí, como tampoco lo son el lugar donde trascurre la historia y su contexto, el lenguaje utilizado por sus personajes, sus vestimentas o sus acciones, así como que el autor del cartel fuera el pintor e ilustrador Ceesepe, otro protagonista de la Movida. Junto a Olvido Gara encontrábamos en el reparto a futuras musas de su cine como Carmen Maura, Cecilia Roth, Julieta Serrano o Kiti Mánver, y en la labor de montaje se situaba José Salcedo, tarea que repetiría en las diecinueve películas que vendrían posteriormente.
Con 31 años contaba Almodóvar cuando la estrenó. Ya hacía más de una década que había abandonado su Ciudad Real natal para instalarse en Madrid con la intención de estudiar cine, propósito que tuvo que abandonar tras cerrar fortuitamente la Escuela y que le obligó a aceptar un trabajo como empleado administrativo de Telefónica, oficio que conservó durante doce años, al mismo tiempo que se introducía en el mundo de la noche madrileña realizando diversas facetas artísticas, desde teatro, música, hasta cómics, relatos o fotonovelas porno. Eran tiempos convulsos y la capital era un río revuelto, en el cual, Pedro supo pescar bastante bien.
Ya en sus primeras obras, de corte más experimental, en la mirada iconoclasta de Almodóvar se atisbaba irreverencia, transgresión, ansias de provocar al espectador, pero simultáneamente una nueva forma de narración muy rupturista, un original desarrollo de los personajes o una estética colorida, fresca y sugestiva. Entre lo naturalista y lo naíf, el cineasta manchego se ha labrado una filmografía en la cual se manifiesta una clara fijación por las mujeres y una obsesión por unos temas en particular: la sexualidad libre y desprejuiciada, la homosexualidad, la transexualidad, el consumo de drogas, la prostitución, la vida costumbrista en las zonas rurales de España, los secretos del pasado que afloran en el presente, las heridas que nunca cicatrizaron completamente, las relaciones maternofiliales, el maltrato, la soledad, la enfermedad, la culpa, el dolor, la muerte. Asuntos referentes en sus primeros títulos y que se verán desarrollados en el futuro con mayor profundidad.
Otra característica que define al director de cine español vivo más laureado internacionalmente es su destreza para que ciertas escenas permanezcan en la memoria del espectador por mucho, mucho tiempo. En algunos casos para toda una vida. Desde la lluvia dorada que realiza Alaska en la antes citada Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón hasta ese cante flamenco que se marca Raimunda (Penélope Cruz) en Volver (2006), pasando por el cortometraje en blanco y negro que aparece en la oscarizada Hable con ella (2002), el hueso de jamón traicionero que utiliza el personaje encarnado por Maura en ¿Qué hecho yo para merecer esto! (1984), el semen que se derrama por el balcón en Kika (1993), el gazpacho de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), el baile coreografiado de Bibiana Fernández en la cárcel de Tacones lejanos (1991) o ese anómalo y prodigioso plano final en el interior de un coche y a los sones del Dúo Dinámico en la injustamente infravalorada Átame (1990). Son bastantes los momentos que han impactado sobre nuestras retinas de una forma subyugante, muchos los diálogos para el recuerdo, las frases memorables, e imposible resulta no recordar aquí a Chus Lampreave, recientemente fallecida, y gran «chica Almodóvar» que bien merece todos los elogios y aplausos posibles por las ricas interpretaciones que nos ha brindado.
Casi cuatro décadas de cine en las que Almodóvar se ha creado un lenguaje propio, ardua tarea que muchos intentan y muy pocos consiguen. Una filmografía intimista, personal, que se mira hacia adentro como vestigios de su infancia, y también hacia fuera, como retrato de una España que camina en democracia dando tumbos.
No queriendo ahondar en la mala prensa que posee su obra y/o su figura en ciertos sectores de nuestro país, en su relación de tira y afloja con la Academia de Cine o en su admirable empeño de no marcharse al extranjero para producir y rodar sus largometrajes, aun lloviéndole las ofertas de manera constante, sí me gustaría hacerlo como comencé este artículo, con su deslumbrante última cinta. Julieta es esencialmente un melodrama, pero al igual que otras películas suyas, coquetea bastante con el thriller, el género romántico y por supuesto la comedia, filtrándose ese humor tan singular y característico que impregna Almodóvar a sus obras. Sin miedo a caminar entre la fina cuerda que separa lo ridículo de lo sublime, el manchego impacta, pero no busca el sensacionalismo barato, pues la gratuidad lacrimógena nunca ha sido su cometido, sino imbuirnos en su microcosmos a través de sus dolidos y sufrientes personajes, marcados por el dolor, los silencios, los reproches y por las desgracias, propias o ajenas, y arrojar al espectador algunos dilemas morales sobre cómo juzgamos las acciones de nuestros seres queridos una vez se enfrentan al sufrimiento y cómo lo hacemos nosotros. Detrás de su posible fachada esperpéntica, inverosímil o provocadora se esconden muchas capas donde rasgar y profundizar, todo un sinfín de mensajes y detalles que descubrir, historias mucho más cercanas a la realidad de lo que en un primer momento se pudiera pensar. Junto a un novedoso y plausible reparto liderado por una estupenda Emma Suárez y una Rossy de Palma desternillante e inquietante a partes iguales, hay que destacar también la maravillosa banda sonora de Alberto Iglesias (otro habitual de su cine), quien sigue aumentando su leyenda partitura a partitura, película tras película, y que aquí realiza una composición intensísima, milimétricamente ajustada a las imágenes. De igual manera subrayar la dirección de fotografía, que corre a cargo en está ocasión de Jean-Claude Larrieu, pues cada plano suyo es una obra pictórica, cada encuadre, magia. Meticulosamente elaborado, estéticamente desbordante, excelso. Con el color rojo como principal componente, el francés ha sabido plasmar a la perfección el «imaginario almodovariano» y hace que nos adentremos en él desde el comienzo del metraje, gracias además a la siempre particular y colorida tipografía de los créditos.
Con Julieta, Almodóvar vuelve a demostrar que se encuentra en la etapa más madura y perfeccionista de su carrera. Solo hay que recordar sus últimos y excepcionales trabajos (Volver, Los abrazos rotos, La piel que habito), con la excepción de la desastrosa y vergonzosa comedia disparatada Los amantes pasajeros, para comprobar que estamos hablando de la cúspide de una filmografía sorprendente, insólita, extraordinaria, de sello inconfundible, una obra con universo propio, singular, magnético, que exhala libertad por todos sus poros, propio de un maestro inigualable, de un cineasta único. Y que lo sigamos disfrutando por muchos años más.