Pompeya

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Quiero empezar esta crítica con una enseñanza que la vida se ha encargado de dejarme bien clara a medida que los años han ido pasando: Pedirle peras al olmo suele terminar en fracaso.

Y digo esto porque, cuando uno va al cine a ver una película de Paul W.S. Anderson conociendo de antemano al menos parte de su filmografía, es imposible que se tengan las expectativas muy altas, ya que su cine suele deambular entre lo poco inspirado y lo directamente mediocre. Como muestra, podemos citar engendros del calibre de Mortal Kombat (1995), Alien vs. Predator (2004), o cintas algo más visibles como Resident Evil (2002) u Horizonte final (Event Horizon, 1997); aún así, muchos dirán que ninguna de sus producciones se salva de la quema, inclusive la cinta que concierne a esta crítica, Pompeya (Pompeii, 2014). Así que me huele que en esta ocasión me toca hacer de abogado del diablo ya que (atención) tengo que comunicaros que Pompeya, sin ser una buena película, entretiene y se deja ver, cosa que no es poco sabiendo las experiencias que más de uno se lleva de vez en cuando en una sala de cine y conociendo la malograda trayectoria del señor Anderson.

Quizás se hayan alineado los astros, o quizás servidor tuviera una tarde tonta; pero sea como sea, en esta ocasión, lo que esperaba que fuese otro peñazo donde los minutos se dilatan hasta parecer lustros, ha terminado por ser una película discreta en la cual sus 102 minutos dan como resultado una producción ligera y fácilmente olvidable, pero que al fin y al cabo funciona en sus pretensiones.

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Lo primero que cabe reseñar de Pompeya es que no es ni de lejos una cinta que tenga una vocación histórica ni un afán de rigor narrativo veraz. Es decir, que nadie espere encontrarse aquí un retrato fiel de las crónicas sobre la ciudad que sucumbió a la furia del Vesubio. Ésta película tiene un espíritu totalmente distinto, pues estamos ante una producción de esencia totalmente palomitera que no muestra ningún reparo en hacer un poco de “corta y pega” de otras películas de gladiadores que ya conocemos, de manidas historias de amor entre miembros de distintas clases sociales, y de otras producciones de catástrofes naturales que el cine ya nos dio con anterioridad. Que cada uno elija su reminiscencia preferida, pero lo más normal es que cuando uno vea Pompeya acabe pensando en que la cosa no es otra que un pastiche sucedáneo de Gladiator (Ridley Scott, 2000), Titanic (James Cameron, 1997), y películas como Volcano (Mick Jackson, 1997), o cualquiera de las catastrofistas producciones de Roland Emmerich. Vamos, que Paul W.S. Anderson y sus cuatro guionistas no se han comido la cabeza y han cogido un poquito de aquí y otro poquito de allá para intentar hacer un Blockbuster que agrade y apasione a las masas.

El resultado, obviamente, ni se acerca a las populares producciones citadas anteriormente, ni apasiona, pero la verdad es que, si uno sabe a lo que va, una vez se ha sentado en la butaca, acaba disfrutando de una historia que aunque transcurre a tropiezos, termina resolviéndose con cierto garbo. Eso sí, y repito de nuevo, teniendo en cuenta los risibles precedentes del director norteamericano.

Su trama es sencilla, un cliché mil veces visto que si funciona con discreción es porque el trágico contexto histórico que lo envuelve es una garantía segura de espectáculo audiovisual, y es que no vamos a mentirnos… aquí todo el mundo viene a ver cómo el volcán se come a la ciudad del antiguo Imperio Romano, convirtiéndola en un infierno de ceniza, lava y azufre. Es llegado ese momento, cuando la película no decepciona y alcanza su clímax, a pesar de caer en incoherencias, porque ¿quién quiere realismo cuando se ha ido al cine a ver el mundo estallar en pedazos?. La hipérbole funciona mejor cuando se trata de cine de catástrofes, y la verdad es que Pompeya tira de una exageración y de una épica de tales niveles de inverosimilitud, que no nos queda otra que aplaudir con las neuronas en off y los sentidos sobreexitados, o salirnos directamente del cine aburridos de tanta fantasmada. El tramo final es su punto fuerte, para bien y para mal. Un festín de efectos especiales y ruidos que a más de uno apabullará por su espectacularidad, y a más de otros terminará por hundirlos en su butaca, enterrados en su vergüenza ajena.

Antecediendo a la catástrofe, tenemos una arquetípica y descafeinada historia de amor con un final tan bello como cursi (y eso lo menciono por la última escena de la película). Una trama de gladiadores llena de muerte y acción en la que la sangre extrañamente brilla por su ausencia (supongo que por motivos puramente comerciales). Y una subtrama sobre patricios y senadores corruptos situada en los palacios del vasto imperio romano que tampoco goza de demasiada transcendencia. Y por supuesto, como no, una gama de personajes planos y previsibles en las que no faltan el héroe invencible, la mujer enamoradiza y rebelde con las normas de su estatus social, el malo malísimo y otros modelos de personajes ya vistos en pantalla cientos de veces. O sea, lo mismo de otras veces, pero en Pompeya y con el Vesubio a punto de mandarlo todo a tomar viento.

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A pesar de que como ya hemos dicho, no hay nada nuevo que descubrir en la nueva producción de Paul W.S. Anderson, todo depende de la actitud con la que vayamos al cine o, como decíamos en un principio, de pedirle o no peras al olmo. Habrá quien encuentre en ella un decente producto de entretenimiento y una opción efectiva para desconectar de la rutina sin pensar demasiado en otras cosas y relajarse disfrutando de un buen puñado de caos. Otros verán un desastre cinematográfico más en la carrera del ya malogrado director en la que el único mérito a señalar reside en haber atraído al público con sus efectos especiales y un reparto interesante (con Kiefer Sutherland como principal reclamo).

Estamos en terreno de sensaciones encontradas, pero en mi opinión, la cinta consigue lo que pretende, que es abstraer al espectador con un cine liviano y efectista. No intuyo en ella ningún afán de transcender a la historia del Séptimo Arte ni nada por el estilo, por lo que ante mi propia sorpresa, la calificación a otorgarle es positiva. Poniendo en la balanza sus virtudes y sus defectos creo que es lo más lógico. Así que me toca en esta ocasión ir un poco a contracorriente de la opinión general de la crítica especializada y con algo de benevolencia, tal y como si fuera un emperador romano en el circo librando de la máxima pena al luchador, voy a indicar con mi pulgar hacia arriba, haciendo el gesto que otorga la salvación de la quema a la que Pompeya se está viendo sometida.

No estamos ante una obra de arte, pero se deja ver, cosa que en el cine de Paul W.S. Anderson a día de hoy es como decir que ha hecho su Ciudadano Kane. Aun así, ojo, que ningún purista del cine se acerque a esta película. Quien busque cintas algo más complejas, con un poso de profundidad, seriedad o registros innovadores tiene muchas salas mejores en las que entrar. Que conste el aviso, pero que no se nos olvide tampoco que el cine es un campo infinito de posibilidades en el que caben todo tipo de público, géneros, e intenciones.

No creo que sea sano que nos cebemos por sistema con ningún tipo de películas. Además, si de vez en cuando salta la liebre, pues habrá que ser valiente y decirlo, ¿no?. Pues eso, yo ya lo he dicho, ya lo he soltado. Uno de los alumnos malditos de Hollywood consigue por fin un aprobado raspadito.

Ahora le toca a Uwe Boll.

Calificación: 5/10

 
 

Pompeya_cartel_original_ficha_MCTítulo original: Pompeii

Año: 2014

Duración: 102 min.

País: Estados Unidos

Director: Paul W.S. Anderson

Guion: Janet Scott Batchler, Lee Batchler, Julian Fellowes, Michael Robert Johnson

Música: Clinton Shorter.

Fotografía: Glen MacPherson

Reparto: Kit Harington, Emily Browning, Jared Harris, Kiefer Sutherland, Carrie-Anne Moss,Jessica Lucas, Sasha Roiz, Currie Graham, Joe Pingue

Productora: TriStar / FilmDistrict / Constantin Film / Don Carmody Productions

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