M. Night Shyamalan

Corría el año 1999. Entre el furor por la vuelta de Star Wars, las cabezas cortadas de Sleepy Hollow, el ascenso al estrellato (Oscar incluido) de una joven llamada Angelina Jolie, la consagración de Pedro Almodóvar en la Meca del Cine y el estatus de culto instantáneo de American Beauty, entre otros hitos cinematográficos del fin del milenio, una película de terror y suspense se coló entre tanto mastodonte sin hacer mucho ruido al principio. Se trataba de una historia en principio simple: un aterrorizado niño al que se le aparecen espíritus y a quien un psicólogo intenta ayudar. En principio, nada nuevo bajo el sol. Películas de fantamas con niños por medio ha habido y seguirá habiendo muchas. Pero pronto quedó claro que aquello no era solamente uno de los mejores trabajos de Bruce Willis en años, en la piel de Malcolm Crowe, el psicólogo. No era solo el inicio del efímero fenómeno de Haley Joel Osment, maravilloso como el traumatizado “visionario” Cole Sear. No era solo su tremendo final, ese que dejó con la boca abierta a todo el planeta, o sus escenas y frases más conocidas, parodiadas después hasta la extenuación. No era solo una muy efectiva película de terror (aun hoy, muchas escenas siguen provocando escalofríos). El sexto sentido había venido para quedarse, y con él su realizador y guionista, un ciudadano de Philadelphia de origen hindú cuyo nombre había que aprenderse a pesar de su dificultad: M. Night Shymalan.

Shyamalan había salido casi de la nada. Venía de dirigir su ópera prima, Praying with anger (1992), una disquisición sobre las diferencias culturales entre EEUU y los países del oeste asiático, escrita, producida e incluso protagonizada por él, y también Los primeros amigos (1998), un drama donde ya se veían algunos de los temas fetiche que habrían de marcar su personalidad como narrador y cineasta: la infancia, el dolor, la pérdida y, por supuesto, la muerte.

Todo eso estaba en El sexto sentido, mucho más un drama en el fondo que una auténtica película de género, en la que sus mejores escenas no son aquellas que han pasado a la historia por su impacto visual o terrorífico, sino las que muestran el talento como guionista del director y su capacidad para mezclar la emotividad con la profundidad psicológica sin renunciar al entretenimiento o a los mejores elementos del terror y el suspense. He ahí escenas como el arrebatador final, tan emotivo como sorprendente, el juego al que juegan Cole y Malcolm para conseguir que el primero se siente a hablar con el segundo, o sobre todo la tremenda conversación del niño con su madre en el coche en la que le confiesa su oscuro secreto. Es, en pocas palabras, seguramente uno de los guiones más perfectos y emotivos escritos en años, además de uno de los más inquietantes, con secuencias de puro terror como la de la fiesta de cumpleaños a la que asiste Cole.

Tras el enorme éxito de la película, nominaciones a los Oscar incluidas (algo impensable para la gran mayoría de cintas de terror), Shyamalan supo reinventarse con El protegido (2002), considerada por muchos su mejor película, y no sin razón. Se trata de una cinta única, un homenaje al cómic de superhéroes que es cine de superhéroes en sí mismo, un retrato de una obsesión perturbadora (la de Elijah, un soberbio Samuel L. Jackson) y un interesantísimo análisis del concepto de némesis y del verdadero significado de la heroicidad. Además, cuenta con un climax final que es pura emoción, y cuando se descubre el espeluznante secreto tras la conexión entre David y Elijah, el frío recorre la platea como si del Polo se tratara. De nuevo con un gran Bruce Willis al frente del reparto, a nadie se le escapa ya que Shyamalan, gran admirador de Spielberg, es uno de los cineastas que mejor domina la técnica cinematográfica y el plano, de los que mejor juega con el sonido y quien saca un partido más extraordinario a la música.

En Señales (2002) volvemos a encontrar la esencia del cine de Shyamalan: personajes marcados por una tragedia y momentos de gran emotividad en medio de sucesos aterradores. Esta vez, los círculos que aparecen en los campo de maíz sirvieron a Shyamalan para orquestar una eficacísima propuesta de ciencia-ficción en la mejor tradición alienígena y, de nuevo, con escenas de pura tensión no apta para cardiacos (el paseo nocturno del protagonista por el campo de maíz, la soberbia secuencia casi final en el sótano). Ahí están de nuevo también las escenas de pura emotividad marca de la casa, como la conversación entre Graham, el protagonista, y su hermano Merril sobre milagros y señales, o el enormemente emotivo momento en que Graham recuerda el nacimiento de su hijo Morgan mientras escuchan aterrados los sonidos de los extraterrestres penetrando en su granja. No obstante, lo que de verdad interesa al cineasta es, de nuevo, la historia de una familia que se tambalea tras una tragedia (en este caso, la muerte de la madre) y un hombre corriente obligado a convertirse en héroe. El sacerdote que ha perdido su fe al que da vida Mel Gibson, que cuestiona los milagros mientras su hermano lo anima a recuperar su identidad perdida, es quien da cuerpo a la creencia más sagrada de Shyamalan como cineasta, que no es otra que el inmensurable poder del amor como fuerza que mueve el mundo, sean las decisiones que tomemos equivocadas o no.

Muy pronto continuaremos con la segunda parte de este reportaje sobre uno de los directores más exitosos y controvertidos de las últimas décadas.

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