Lynch (Parte 1)
Director controvertido, un artista integral con mayúsculas. David Lynch es de esos tipos fieles a sus creencias, arraigados con garras y dientes a sus ideales desde sus tempranos inicios (allá por los 80). Es una de esas personas que siempre ha tenido claro como desmarcarse del típico estereotipo de director americano, alejándose por completo de la figura del realizador producto de una industria basada únicamente en maximizar los beneficios con cada producción.
Lynch es distinto. La oscuridad de sus pensamientos y lo bizarro de sus creaciones pivotan directamente en la conciencia del espectador cual punzón aislándole de la realidad y haciéndolo partícipe de un sueño real y extraño, con una cortina de humo de fondo. El en sí mismo es humo. Un holograma alejado de la realidad que se mueve como pez en el agua en ambientes cargados; cargados de tremendismo, abstracción y locura.
Hoy, aquí, con la excusa de su vuelta por la puerta grande a este maravilloso mundo del séptimo arte (con la tercera temporada de Twin Peaks), aprovechamos para dedicarle un pequeño rinconcito en nuestra página rindiendo tributo a su excelente y dilatada creación recordando sus 10 piezas más memorables.
Empezamos con la primera parte. Allá vamos.
1. Twin peaks
Café, asesinato, un misterio alejado de todo entendimiento racional… y Cooper. Twin Peaks es quizás su obra más reconocida, la más comentada y posiblemente la más recordada. “¿Quién mató a Laura Palmer?” se ha convertido con el paso del tiempo en un checkpoint por el que todo cinéfilo debe pasar para comprender la naturaleza bizarra del director y su vasto entendimiento del miedo y la irracionalidad humana.
Partiendo de un caso de asesinato, el de Laura Palmer, Lynch creo un entramado de engaños, de juegos macabros salpimentando su receta con una dosis de genialidad y magia difícil de ver en los 90. Convierte la investigación criminal en un juego en el que el agente del FBI Dale Cooper debe mover las piezas de forma correcta en un tablero ficticio originado en la oscuridad, el dolor y el sufrimiento.
Lynch creó una trama irrepetible, recargada adrede y alejada de lo racional para retratar la vida de un pueblo aparentemente “normal” sometido al castigo encomendado por un asesino, por una amenaza tácita que abre y reabre heridas a su antojo. Un retrato onírico del mal y todo lo que lo envuelve. Un auténtico descenso a los infiernos de la conciencia. Una vuelta a lo primario y al mundo más desconocido anclado en la conciencia colectiva.
Con una primera temporada de enmarcar y una segunda temporada algo descafeinada (casi completamente de relleno excepto su apoteósico final), tras la marcha/pérdida del control creativo del propio Lynch y su cocreador David Frost, la serie se convierte en un más que recomendable-exótico trayecto por eso del bien y el mal convirtiéndose en una experiencia intensa y elemental. Un clásico no sólo de los noventa. Visionado obligatorio.
2. Terciopelo azul
Aquí llegó casi a la perfección. Rizó el rizo. Terciopelo Azul (Blue Velvet) es el culmen de su inconfundible estilo, su trabajo más redondo, una de las joyas más preciadas y premiadas de su filmografía.
En Terciopelo azul, Lynch funde con excelsa magnificencia dos mundos totalmente distanciados: el de los bajos fondos y la pompa donde vive el 90% de la población americana, en ese estado donde el dinero y los delirios de grandeza se funden con el sueño americano del triunfo por encima de todo y de todos. Ese es el sello de esta su mejor pieza, y la base en la que se cimentarán algunas de sus producciones posteriores.
Tomando como punto de partida un posible crimen (y tras encontrar una oreja humana en su jardín), el universitario Jeffrey Beaumont (Kyle McLachlan) empezará a investigar por su cuenta el caso a espaldas de la policía (del todo inoperante), abandonando su confortable estatus para adentrarse en lo más profundo del hampa. Ahí encontrará violencia, caos y exotismo; un espacio muy alejado de su zona de confort en el que ejercerá un papel de falso detective que lo sumirá en el peligro más bestial y antinatural, entrando en un círculo nocivo difícil de solventar.
Enigmas, personajes bizarros y su inconfundible aroma, avalan este choque de dimensiones que plantea el realizador con esta propuesta. Lynch experimenta con diálogos ilógicos y comportamientos anormales insertándolos en un clima normal; y sale ganando. Los personajes aparecen como garabatos por definir, como seres humanos perdidos y desenfocados. Aquí nadie es totalmente bueno, ni totalmente malo. Todos tienen una doble cara. Toda personalidad tiene sus claros, pero también hay sombras en el interior. En eso Lynch es un maestro. Es capaz de extraer esas sombras que todos en mayor o en menor medida tenemos y amplificarlas hasta volverlas comprensibles a ojos del espectador. Transmisor excepcional de emociones y claroscuros.
Aquí hay todo menos «terciopelo» y el «azul tranquilidad» ni se palpa.
3. El hombre elefante
Y su postura cambió. Altero la complejidad en su creación. Llegó a la excelencia. Dejó de lado las sombras más extrañas para enfrascarse en la soledad y la tristeza, cambiando en algo su registro y adentrándose en el blanco y negro. Se hizo mayor y redefinió la sensibilidad en el cine, consiguiendo retratar la bondad y el dolor milimétricamente.
El hombre elefante narra la vida de John Merrick (John Hurt), un hombre desdibujado y maltratado por la sociedad únicamente por su apariencia (apareciendo además como una atracción más de un circo ambulante), por la deformidad aparecida en su aspecto provocada por tumores en su cara y en su cuerpo. Objeto de mofa por parte de la gran mayoría, la cosa cambia cuando aparece en su vida el cirujano Frederick Treves (Anthony Hopkins). Él se convierte en su apoyo, en su compañero, en ese ángel de la guarda que le cuida consiguiendo que Merrick se libre de su penoso pasado para poder tener un presente y un futuro.
Con esta cinta Lynch da una lección de buen cine, consiguiendo con cada paso y sin abandonar del todo su remarcado estilo, descender hacía la decadencia humana con una sensibilidad y cercanía extraordinarias utilizando la visión del inocente, del castigado por el mundo, como base en su creación, como herramienta fundamental. Sientes lo que él siente y lo que el resto siente por él. Entiendes la fragilidad humana, la maldad y la bondad más pura. Pero también el dolor. Ese dolor arraigado en el alma, ese que no se quita con abrazos y cariños. Ese que necesita tiempo para desaparecer, y que solo se va con ilusión, amor y ganas de vivir al fin y al cabo.
Ambientes degradados, arrepentimiento y amor se mezclan en una historia que conmovió a la industria hollywoodiense con un John Hurt estelar, en el papel de Merrick, y un Anthony Hopkins conmovedor e imprescindible a partes iguales (con una versatilidad incuestionable). El hombre elefante es una de esas cintas que se quedan en la memoria del colectivo por su dureza y su franqueza. Clásico entre los clásicos. Puro arte en movimiento.