La tumba de las luciérnagas
“21 de septiembre de 1945. Esa noche me llegó la muerte”, se escucha informar al joven Seita mientras se percibe su figura en primer plano con un semblante serio, triste y una mirada perdida. Posteriormente, ante la columna de una estación de trenes se observa posarse al mismo chico con la ropa hecha harapos y aspecto nada saludable, con claros síntomas de desnutrición. “¡Qué tipo más sucio!” se oye decir a algún pasajero que se topa con su cuerpo. Y no serán estas las únicas repulsivas palabras que viertan sobre el muchacho transeúntes y trabajadores que descubren su presencia. A continuación se advierte que no se trata del único joven moribundo que se encuentra en dicha estación, convertida en cementerio improvisado, y es entonces cuando el espectador será testigo de la degradación del ser humano, de la falta de moral más miserable y abyecta, así como de la más absoluta insensibilidad posible. Nos hallamos en Japón, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial y con este prólogo, acentuado por la tragedia y los colores predominantes del rojo y el negro, los de la sangre y la mugre, marcarán todo lo que vendrá después, sin excluir el enigma ilusorio de esa caja de caramelos de frutas y las luciérnagas que le rodean una vez se abre. Crudeza y fantasía en 89 desoladores minutos.
Con ese peculiar detallismo minimalista que caracteriza al Estudio Ghibli, la historia de dos hermanos japoneses que tras unos bombardeos deben sobrevivir solos ante la ausencia de sus padres rememora unos sórdidos hechos no tan conocidos en Occidente como debiera: ataques despiadados hacia la población civil nipona que causaron el sufrimiento y la agonía de unos habitantes que ya pasaban bastantes penurias a causa de la contienda mundial. Unos actos que, no olvidemos, con características no iguales pero sí similares se siguen sucediendo a día de hoy en otros países del planeta. La violencia, la pobreza y la depravación humana son expuestas por Isao Takahata con una descarnada descripción, tanto que ciertas escenas resultarían imposibles de visionar de no haberse empleado la animación para ello. Tal relato cruel y desalmado se basa en la novela autobiográfica de Akiyuki Nosaka, publicada en 1967, quien vería como su obra se adaptaba a la gran pantalla en dos ocasiones más, ambas rodadas en imagen real.
Este manifiesto antibelicista, capaz de generar lágrimas y rabia a partes iguales, resalta esa máxima de que la guerra saca lo peor del ser humano, pero también lo mejor, transmitido por esa predilección infinita de un joven hacia su hermana en una de las más bellas demostraciones de amor que se ha visto en el cine. La devastación y caos general que transmiten las cenizas que permanecen revoloteando en el aire, son el contrapunto de las luces relumbrantes de las luciérnagas, símbolos de la magia proporcionada por un hermano que a falta de bombillas recoge estos bichos de luz para imaginar lo imposible. La tumba de las luciérnagas es un clásico de la animación que tuvo su estreno en 1988, año en que también aparecía Mi vecino Totoro (Hayao Miyazaki), otra de las obras cumbres del Estudio Ghibli. Takahata, fallecido el pasado 5 de abril, deja como legado el hermoso mensaje de que aunque la barbarie, la muerte y la podredumbre arrasen en tiempos difíciles, la luz de los inocentes seguirá brillando para siempre.
Título original: Hotaru no Haka
Año: 1988
Duración: 89 min.
País: Japón
Director: Isao Takahata
Guion: Isao Takahata (Novela: Akiyuki Nosaka)
Música: Yoshio Mamiya
Fotografía: Nobuo Koyama
Productora: Studio Ghibli
Excelente Post!! Gracias por tomarte el tiempo de estas líneas. Saludos desde Monterrey MX.