Invisibles
Suele ocurrir que, en los países donde el concepto del éxito personal está estrechamente relacionado con el del triunfo económico, se trata de una manera más o menos consciente a los que no tienen nada como perdedores. Salvo honrosas excepciones, es habitual que aquello del «tanto tienes, tanto vales» se termine cumpliendo en la mayoría de los casos (por no decir siempre) como si de una ley natural comparable a las de la física o la química se tratase. Para colmo de males, esta especie de «selección natural materialista» que se ha impuesto en nuestra sociedad moderna se acentúa y se hace más implacable a medida que el entorno gana en kilómetros cuadrados. En ese sentido, las grandes ciudades pueden convertirse en agrestes junglas de asfalto y hormigón donde sobrevivir es una constante incógnita a resolver y donde cualquier contacto con un semejante se lee como una especie de cara o cruz que desemboca por capricho en lo violento o la más cruel indiferencia. Dicho con otras palabras, en nuestra agitada sociedad occidental parece no haber tiempo ni compasión que prestar a aquellos que, por cualquier razón, han perdido todo. Es más, salvo a la hora de sacar réditos políticos o de buscar una redención express en forma de limosna esporádica, la pobreza está considerada como un fracaso, llegándose a estigmatizar a quienes la sufren con las consecuencias que esto acarrea. El resultado es que, salvo por la acción de algún buen samaritano (que no dudo de que aún los hay), los que sufren los rigores de la pobreza son objeto de burla, rechazo, indiferencia e incluso violencia; algo que inevitablemente embrutece hasta al más virtuoso y degrada hasta al más estoico, por lo que estos terminan cayendo en un pozo difícilmente salvable.
Quizás sea una impresión subjetiva, pero a medida que iba viendo Invisibles (Time Out of Mind, 2014) tenía la incómoda sensación de que el cine norteamericano posa su mirada demasiado poco en sus desahuciados. Ya sea por puro acto reflejo o porque la visión que encuentran al otro lado de las ventanas de su hogar y oficinas no es compatible con su obsesión por el dichoso sueño americano, los cineastas sufren ese tic que más de uno hemos sufrido alguna vez de apartar la mirada vez al ver los horrores de quienes sobreviven en las penurias de la calle. Y a pesar de que muchos hagamos esto en alguna ocasión por pura angustia, no solo la mirada, sino la acción y lo que es más importante, la empatía hacia quien está sufriendo es un acto tan necesario como igualmente humano. Quizás es por ello que la película que nos ocupa sea una de esas cintas que valen más por su intención que por sus méritos artísticos y cinematográficos. Porque no deja de ser una iniciativa cada vez más rara en una industria que no quiere perder tiempo (ni dinero) en estos asuntos y porque, además, ejerce su discurso con un tono casi siempre alejado del sensacionalismo de baratillo o del amarillismo sonrojante al que muchas de las producciones que se centran en este problema tienden a caer.
Así pues, vaya por delante que Time Out of Mind trasciende por sí misma cualquier valoración posterior tan solo por la experiencia que propone. Y es que dar voz y poner cara a los que con la pobreza han perdido hasta la identidad, aunque sea mediante la ficción, es una proposición siempre loable. Y mucho más, como hemos señalado anteriormente, cuando cada vez estamos más acostumbrados a normalizar el problema y verlo como un fenómeno ajeno a nosotros mismos e inherente a nuestros tiempos. Así pues, con que tan solo alguno de nosotros se haya sensibilizado al ver la película de Oren Moverman, su existencia ya habrá valido la pena.
Aunque claro, no sería del todo justo hacer crítica de cine y obviar los elementos puramente artísticos y técnicos. Así que cabe decir, ya como introducción a este campo, que solo algunos de ellos hacen justicia a las intenciones anteriormente señaladas. Aunque ello tiene mucho más que ver con el tono y la forma de la película en sí misma que (sospecho) por la falta de capacidades, ya que Invisibles es una propuesta que conceptualmente roza el Cinema Verité y antepone su narrativa al tono casi documental con el que está rodada.
Es cierto que esta poco habitual personalidad de corte realista hace que la narración convencional poco tenga que ver con las pautas habituales del drama dialogado o la trama estándar de inicio/nudo/desenlace. En vez de ello, tenemos a un Richard Gere que deambula eternamente por la ciudad sin un hogar donde refugiarse, sin alguien con quien hablar (al menos hasta que aparece Dixon) y con la duda de si aferrarse al último clavo que le queda, una hija a la que abandonó hace años con la que desea retomar contacto. Los sonidos de la ciudad inundan los silencios y el frío casi cala al espectador, y por supuesto, nada de esto es lejanamente reconfortante, por lo que podría decirse que el visionado que propone Moverman es en esencia incómodo y alejado de los dictámenes de un guión omnipresente.
Tal vez por paliar nuestra incomodidad y angustia, la fotografía de Bobby Bukowski se muestra reticente a fijarse con demasiado descaro en sus personajes. La lente de su cámara es colocada continuamente al otro lado de la acera o del cristal de una cafetería cualquiera de Nueva York, algo que produce la sensación de que se trata de otra mirada anónima más, que se avergüenza de mirar a un hombre en sus horas bajas sin tener la capacidad de actuar. Es por ello que muchos tacharán a Invisibles de ser una película excesivamente fría y distante. Aunque yo prefiero decir que sus responsables han decidido tomar la distancia precisa que requería la intimidad de sus personajes, consiguiendo un plus de respeto en un discurso que ya evita por sí solo el melodrama. Si esto no es un gran punto a favor de Moverman y Bukowski, que venga Dios y lo vea. Además, todo ello contribuye a que se produzca un elocuente paralelismo que bien podría reflejar nuestras miradas cuando paseamos por la calle y el drama de los sintecho nos golpea en la cara.
De camino, su libreto se permite denunciar sin medias tintas otro de los males que contribuyen a que la ya difícil situación de estas personas se convierta en un callejón sin salida. La burocratización de los servicios sociales y su funcionalidad mecánica y despersonalizada se muestra tan seca como brutalmente, dejándonos entrever que poco se hace desde nuestras instituciones para salvar a estas personas del abismo, más allá de la configuración de leyes y aprobación de partidas económicas que terminan convirtiendo un panorama tan complejo en un asunto de números y cifras.
Naufragando por dicho sistema, deambulando por las calles, algunos logran sobrevivir; otros se pierden en la infinidad del acero de los edificios. Todos ellos, anónimos. Sus nombres se difuminan a medida que transcurren los días. Es entonces, al darse uno cuenta de esto, cuando se termina convirtiendo en una jodida anécdota que quien haya protagonizado la historia sea una cara ultra-famosa de Hollywood (aunque haga uno de los papeles más interesantes de su carrera). O al menos, déjenme por esta vez que no quiera sucumbir al cinismo y lo quiera pensar así. Porque su rostro, trasladado a la realidad, podría ser el de cualquiera. Porque podrían ser los nuestros.
Calificación: 6’5/10
Título original: Time Out of Mind
Año: 2014
Duración: 120 min.
País: Estados Unidos
Director: Oren Moverman
Guion: Oren Moverman, Jeffrey Caine
Música: —
Fotografía: Bobby Bukowski
Reparto: Richard Gere, Ben Vereen, Jena Malone, Kyra Sedgwick, Jeremy Strong, Michael Kenneth Williams, Yul Vazquez, Coleman Domingo, Geraldine Hughes, Steve Buscemi
Productora: IFC Films / Cold Iron Pictures / Lightstream Pictures