Encrucijada de clásicos: Jean Renoir y Fritz Lang
Tiempo de pandemias. Tiempo de clásicos, a los que vuelven con devoción el crítico Carlos Boyero o el filósofo y ensayista Fernando Savater. No se trata sólo de que sean películas que nos entretengan y seduzcan, sino que, además, nos provoquen interrogantes, no nos abandonen, que nos hagan pensar más y más en las acciones descritas, en las motivaciones de los personajes, en la concepción que el director ofrece sobre la vida y la condición humana. En la aproximación más ajustada a la política de autor que defendía Cahiers du Cinéma, ya no se trata de la trama y los diálogos, sino de los detalles que asoman, los gestos, del marco del espacio urbano o de la naturaleza recortados.
Jean Renoir y Fritz Lang se enfrentan si no al mismo guion, a la misma base de guion, y dos mundos distintos aparecen, dos concepciones del ser humano, dos reflexiones sobre el mundo y el sentido de la vida. Una novela del francés Georges de la Fouchardière es adaptada por Jean Renoir en 1931 en La golfa (La chienne en su título original) y por Fritz Lang en 1945 en la celebrada Perversidad (cuyo título original en inglés es Scarlet Street). Una misma novela del escritor galo Émile Zola es el guion de La bestia humana (La bête humaine), película dirigida por Renoir en 1938, y de Deseos humanos (Human Desire), realizada por Fritz Lang en 1954.
La chienne de Renoir, su segunda película sonora, es muy superior al film de Lang. No hay más que comparar la descripción de los ambientes de Greenwich Village en Nueva York con los entornos parisinos que, por otro lado, tan familiares son para el director francés. Sin embargo, lo más inquietante de la comparación entre ambas obras está en el tratamiento específico que se da al guion y en la manera de filmar que lo acompaña. La chienne es, por muy dura que sea en su descripción social, una película ambigua y abierta, una “comedia dramática”, como define François Truffaut a las películas de Renoir. La película de Lang, en cambio, es un film noir de principio a fin, áspero, centrado en la fuerza y la capacidad de destrucción de las pasiones humanas.
Michel Simon, espléndido intérprete que da vida a Legrand (un cajero casado que además es un pintor magnífico, aunque él no lo sepa), representa al hombre que parece que somos y al que somos realmente. Contradicciones que de algún modo le superan. El trío protagonista -Legrand, su amante y el chulo- son víctimas de las condiciones sociales imperantes y a cuyas acciones difícilmente se les pueden aplicar criterios morales, por terribles que éstas sean. La película empieza mostrando un teatro de marionetas, el cual vuelve a parecer al final. El personaje interpretado por Michel Simon acaba siendo un vagabundo, lleno de escepticismo ante la vida y que se ríe de todo.
Qué diferencia con Cristopher Cross, el personaje interpretado (al parecer con gran desgana) por Edward G. Robinson, que acaba obsesionado por todo lo que ha hecho, se siente profundamente culpable y piensa que debe ser ejecutado. Y, en efecto, Cris Cross acaba indisolublemente unido tanto a Kitty como a su amante Johnny, que son dos seres codiciosos y perversos, que reflejan la visión pesimista de la condición humana del director vienés. La pasión que siente el honesto cajero por Kitty es la que le ha empujado a deshacerse de su mujer, a matar a su amante y a que no tenga escrúpulos en un primer momento en lo que respecta a la injusta ejecución del chulo de Kitty.
Scarlett Street pertenece al ciclo de películas que Lang hizo en los Estados Unidos tras emigrar a este país huyendo de la Alemania de Hitler y en las que explora la fuerza del deseo más carnal y pasional, de los celos, de la envidia y de la venganza, en una sociedad como la norteamericana que no acaba de convencerle y a la que critica ferozmente en ocasiones.
La bête humaine es la novela de Zola, publicada en 1890, en la que se basan las películas de Renoir y Lang. La bête humaine de Renoir, que recrea un universo humano mucho más rico y amplio en la descripción que lleva a cabo de los ferrocarriles franceses, se centra en un trío de personajes que son víctimas de unas circunstancias completamente ajenas a ellos, obligándoles a comportarse en ocasiones de un modo incontrolado y cruel. Es el caso del protagonista, Lantier, magníficamente interpretado por Jean Gabin, que expresa del modo más paradigmático la teoría de Zola expuesta en los Rougon-Macquart, de una herencia biológica, que Lantier tiene que soportar a consecuencia del alcoholismo de sus antepasados. Su amada Séverine es hija de una sirvienta amante de un multimillonario que sufrió también abusos por parte de él. Para escapar de esta situación, se casa con Roubaud, que es un hombre débil y celoso.
Séverine se ve obligada a ser cómplice del asesinato del millonario por parte de un Roubaud presa de los celos y dispuesto a erradicar el pasado de su mujer. A partir de este asesinato, la vida entre los dos es imposible y Séverine, que es ya amante de Lantier, intenta que éste mate a su marido. Lantier, incapaz de hacerlo y dominado por uno de sus ataques de tristeza y violencia, estrangula a Sevérine y se suicida después.
La tragedia presentada por Renoir no deja de reflejar en muchos momentos las relaciones de los protagonistas con un gran humanismo. En especial, las escenas de amor entre la pareja central. Lantier es claramente un enfermo que parece que ya ha superado un pasado clínico más difícil y que se enamora apasionadamente de Séverine. La poesía, la melancolía y hasta una cierta dosis de humor están presentes en escenas como la que subraya Truffaut, en donde Gabin describe su enfermedad mientras las nubes se deslizan detrás de él. Roubaud no deja de ser un pobre hombre víctima de su ignorancia, de su debilidad y de sus celos.
Fritz Lang en Human Desire (1954) realiza, en cambio, una película mucho más áspera y dura, sin ninguna apertura romántica, excepto en los tramos finales, en los que Jeff (Glen Ford), que tampoco se ha atrevido a matar al marido de Vicky Buckley (Gloria Grahame), parece inclinarse por una chica más joven muy enamorada de él. Vicky es claramente la femme fatale que desprecia a su marido Carl Buckley (Broderick Crawford), el cual colabora en la muerte del millonario que ha abusado de ella y está a punto de conseguir que Jeff le mate. Será, sin embargo, su brutal marido quien la estrangule cuando decide abandonarle. Las motivaciones de los personajes son el deseo más descarnado, los celos, la codicia, aunque en el caso de Jeff, al final se produzca un sentimiento más afectivo, alejándose de Vicky. Todavía Lang no ha llegado a los extremos que alcanzó en Scarlett Street o luego en Más allá de la duda (Beyond a Reasonable Doubt, 1956) o Mientras Nueva York duerme (While the City Sleeps, 1956) en que todos los personajes están condenados. Los guiones tan absurdos que le proponen en Hollywood son tergiversados por el propio director que los lleva a sus propias obsesiones de un hombre desengañado y presa de un profundo pesimismo vital.
Tanto el comienzo como el final de La bête humaine y Human Desire se detienen largamente en los dos trenes que conducen Lantier y Jeff y en las estaciones que atraviesan. Parece indudable que en los dos casos se trataría de resaltar el endurecimiento y la alienación que el ámbito laboral provoca (un propósito muy característico de Émile Zola), aún más acusado en el caso de Lantier que se tiñe totalmente de carbón. Los dos hombres, no obstante, cuidan con esmero y hasta con cierto afecto a sus máquinas. El cambio tecnológico que tiene lugar entre la Francia de 1938 y los Estados Unidos triunfantes de 1954 tiene que enfatizarse indudablemente. Es muy ilustrativo, sin embargo, que aquí también, en las máquinas, en los ambientes de trabajo, en los paisajes, en las estaciones, se descubra una atmósfera de mayor calor y humanidad en las imágenes de Renoir, que contrasta con la asepsia, la soledad y el ritmo trepidante y obsesivo impreso por Lang.