El Cine Doré

José Manuel Pérez Pérez, proyeccionista homenajeado por sus compañeros. [TWITTER]
Decía José Luis Garci que el cine es una vida de repuesto. Y no le faltaba razón. Durante la duración del metraje, desconectas de ti mismo para poner tus cinco sentidos en una nueva historia, nuevos personajes y reflexiones que con toda probabilidad no te habrías formulado en ese preciso instante de no ser por ese visionado al que te ofreciste.

Siempre que salgo del cine me queda ese leve amargor, ese punto de tristeza al salir de esa realidad alternativa para volver a la mundanidad, a lo de siempre. Durante unas horas soy otra persona totalmente entregada a lo que la pantalla me ofreciese. Cuando se encienden las luces, vuelves a lidiar con tus problemas de manera forzada. No queda más remedio.

Sabes que, con seguridad, volverás a sentir esa sensación. Volverás a despertarte de ese emocionante sueño que muchas veces supone sentarse en tu butaca, ver imágenes en una pantalla inmensa y escuchar la respiración, llanto y risas de otros que, como tú, buscan desconectar un rato.

Pero el Cine Doré es otra cosa. Por lo menos, para mí. En tan sólo nueve meses he acudido a sesenta sesiones. He reído con Robert Duvall en Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), he vibrado con Z (1969), el fantástico thriller político de Costa-Gavras, he llorado con Scum (1979), de Alan Clarke, y he salido maravillado de cada sesión de Agnès Varda que he visto. También he ido a ver películas que ya había visto antes pero que necesitaba ver en la gran pantalla, como Andrei Rublev (1966) de mi querido Tarkovski, y he visto clásicos por primera vez en como La diligencia (John Ford, 1939), Ran (Akira Kurosawa, 1985) o Los viajes de Sullivan (Presto Sturges, 1941) en el Doré.

También he visto reflejado a mi padre y a mi perro —a los que tanto echo de menos— en Carlo Battisti y su perro Flike en la enternecedora cinta Umberto D (Vittorio De Sica, 1952). Este edificio representa el oxígeno que he necesitado en mi corta estancia en Madrid, en lo que fue la primera vez que me separaba de mis padres y dejaba de vivir en mi ciudad natal.

Fotograma de Umberto D. (Vittorio De Sica, 1952)

Siempre he acudido solo al Cine Doré. A cada una de las sesenta sesiones. En algunas he podido ver cintas de Buster Keaton con una orquesta en vivo. En otras, como La vida alrededor (1959) de Fernando Fernán Gómez, he aplaudido hasta la extenuación mientras no podía parar de reír. También he estado presente en un homenaje a un proyeccionista que falleció. Sus compañeros salieron a la palestra y nos enseñaron las vicisitudes de cómo proyectar una cinta a la vieja usanza en su honor.

Viese lo que viese siempre era especial, incluso con las películas que no me gustaron tanto, que también las hay. Porque pese al punto de amargura que brotaba en mí cuando las luces de la sala se encendían, siempre permanecía algo de esos nuevos personajes en mi interior. Y sé que algunos de ellos me acompañarán toda la vida y será inevitable volver a visitarlos.

Todavía no ha llegado la hora de visitar al Cine Doré por última vez. Pero cada vez va quedando menos. Y eso también conllevará abandonar Madrid, la ciudad que ha superado con creces mis expectativas y en la cual he conocido a tanta gente de indudable calidad humana. He acudido al Cine Doré echando de menos, sin haber dormido mucho, fatigado, preocupado o agobiado por situaciones del exterior. Y siempre que he encendido el móvil tras una sesión del cine los problemas seguían ahí, pero salía más lleno y con más fuerza para encarar lo que fuese.

Ha merecido la pena todas las veces que me conectaba a las 17:00 —todos los asientos se habilitan para la compra tres días antes de su proyección a esa hora— para hacerme con una entrada. Con una mezcla de esperanza por volvernos a encontrar y agradecimiento por todo lo vivido, como si de un vieja amistad se tratase, atisbo mi despedida de esta ciudad. Y de mi refugio favorito, en el que he vivido y respirado tanto.

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