¿Cómo lo hubiera hecho Wilder?

Billy Wilder (1906-2002) tiene, sin duda, el mismo derecho al rótulo que él había colgado nombrando a su maestro Lubitsch —¿Cómo lo hubiera hecho Lubitsch?— en el despacho en donde trabajaba con sus íntimos colaboradores (como I. A. L. Diamond), aquilatando las situaciones, buscando los mejores gags, pensando en la genialidad del maestro, en ese “toque Lubitsch”. ¿Cómo lo hubiese hecho Wilder? trataría no sólo de impulsar a mejorar los guiones, sino que aspiraría a profundizar en su identidad, en lo que le diferencia como director y lo convierte en un maestro.
El gran problema radica en que el “toque Wilder” es tremendamente difícil de encontrar. La factura cinematográfica es impecable. Es uno de los grandes del cine clásico como Lubitsch, Howard Hawks o Fritz Lang, pero al mismo tiempo, es un director que quiere sobre todo entretener al público, que no renuncia al éxito comercial y que es extremadamente versátil (del cine negro al melodrama pasando por ser un gran autor de comedias. Como en el caso de tantos creadores tan prolíficos como él, varias películas no tan logradas alternan con obras maestras como El apartamento (The Apartment, 1960), Perdición (Double Idemnity, 1944), El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959) o Ariane (Love in he Afternoon, 1957), siendo esta última una inclusión dentro de las mejores que, reconozco, tal vez sea muy personal.
Un análisis del “toque Wilder” debe unir indistintamente los aspectos formales con los de fondo. No es tanto el tema como la manera en que se aborda, en que se percibe y se siente de un modo global, dentro de la concepción del autor, lo que nos entrega y hace amar al director. Es la tesis de José Luis Guarner en Las gafas de Parménides (1), la cual siempre recuerda el director de la revista Caimán. Cuadernos de cine, Carlos F. Heredero.

En el cine de Wilder hay siempre un gran trabajo en el guion y en los actores, una realización ajustada a esas dos premisas (guion y actores) que va llevando a un realismo característico, definido a veces como transparente, en que incidentalmente se adivina un cierto enfoque documental (influencia del periodismo que practicó en la primera parte de su vida en Viena, en Berlín sobre todo, y en París). En las películas de Wilder hay una mayoría de planos medios o primeros planos al mismo tiempo que escasos planos generales (como el espectacular plano final de El crepúsculo de los dioses o esas primeras presentaciones en sus películas de grandes ciudades en un tono periodístico e irónico). Además, el director evita el formalismo, los movimientos de cámara extraordinarios (el primer plano final de El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951) es una excepción). Como Hitchcock, piensa que un travelling no debe nunca percibirse como tal y distraer la atención del espectador en la película. Hoy en día este cine clásico de guiones trabajados y actores, no solo ha desaparecido, sino que se trata lamentablemente de evitar, como describía recientemente Carlos Boyero, aludiendo a cómo Disney había retirado de su plataforma la oferta de grandes películas clásicas de que dispone, incluyendo las de Wilder.
En todo caso, ese realismo transparente del director se conjuga de un modo muy contemporáneo, con la manera muy personal en que ve al hombre y al mundo, con una mezcla de humor, de desencanto y pesimismo y de un sentimiento humanista que se va acentuando en sus últimas realizaciones. Parece enteramente como si los ecos del cine noir de algún modo no desparecieran en sus comedias. La inclinación por el blanco y negro es predominante. La elección de escenarios, decorados y personajes, independientemente del argumento, tiene siempre presente su cosmovisión general. Los detalles y gestos aspiran a transmitir esos planteamientos. El sentimentalismo es evitado por todos los medios y, dentro de los valores humanos, se reafirman la amistad y la ternura.
Un primer misterio que rodea a la filmografía de Wilder es que su éxito en Hollywood viene de la mano del cine negro y del melodrama, pero se decanta definitivamente por la comedia, por muy amargo que sea su trasfondo. En 1944 Perdición se coloca como uno de los mejores noir de todo el período en que triunfa este género en los Estados Unidos. El ritmo, la iluminación —se inspiró mucho, según dijo, en M, el vampiro de Düsseldorf (M, Fritz Lang, 1931)—, y la concentración en las soberbias interpretaciones de Fred MacMurray, Barbara Stanwyck y Edward G. Robinson consiguen la mejor adaptación de la novela de James M. Cain, cuyo guion culmina Raymond Chandler. La película nomina a Wilder en los Oscar a la mejor dirección y guion. Film sórdido y pesimista, muy crítico con una sociedad basada en el éxito social y el dinero, que se mantiene, sin embargo, en ese realismo contenido que caracteriza a su director, sin caer en ningún trazo fuerte o extremismo. La película subraya, siempre con el mayor humanismo, el único punto de luz: la amistad entre los dos compañeros de la compañía de seguros, Keyes (Edward G. Robinson) y Neff (Fred MacMurray), que es una de las claves de la trama policíaca del film.

¿Perdición va a fijar la carrera de Wilder? Su película inmediatamente posterior, Días sin huella (The Lost Weekend, 1945), sigue en el mismo camino aunque se trate no de un film policíaco sino del retrato de un alcohólico. Para sorpresa de Wilder, que pensó que la película sería un fracaso comercial, recibió dos Oscar al mejor guion adaptado y dirección, y Ray Milland obtuvo el Oscar al mejor actor. En un tono marcadamente sombrío, Wilder va acumulando aciertos que de algún modo rompen ese tono, como la ensoñación alcohólica del protagonista al presenciar La traviata, el encuentro con su novia a través del malentendido sobre los abrigos con la botella escondida en su gabardina, las espléndidas escenas en el bar en donde el protagonista va describiendo los sueños que le proporciona el alcohol o la parte final del film, rodada en exteriores en Nueva York durante el Yom Kippur, tras la fuga del hospital, cuando el protagonista sufre un ataque de delirium tremens. Don Birnam (Ray Milland) es un escritor que ha caído en el alcoholismo por sus temores a no conseguir el nivel al que aspira, lo que da a su caso una dimensión adicional, que Wilder trata con el mayor acierto.
Una de las obras maestras del director vienés seguirá en su filmografía, en 1950 con El crepúsculo de los dioses, como la muestra del cine que le caracterizará ya definitivamente, aunque continúe en parte dentro del ciclo noir. La película combina humor con acidez. El “toque Wilder” de comedia amarga está ya ahí. El film se inicia con un asesinato y es el muerto el que cuenta toda la historia. La tragedia de la gran estrella del cine mudo, Norma Desmond, que no acepta la realidad de su ocaso y vive recluida, convencida de que va a volver a triunfar, se combina con un tono de perversa comicidad (el entierro del chimpancé, las reuniones de las viejas glorias como Buster Keaton, pero sobre todo la participación de Erich von Stroheim). Este último es el mayordomo que en realidad es el exmarido de la estrella a la que ha lanzado y que volverá a ilusionarla, dirigiéndola en el gran rodaje del final, que no es otro en realidad que la escena de la detención de la asesina por la policía.
Desconcertante vuelta de tuerca al año siguiente, 1951, con El gran carnaval, melodrama desesperado que incluye las escenas más descarnadas que el director ha rodado. Charles Tatum, el periodista marginado por los grandes periódicos y lleno de rencor (interpretado magníficamente por Kirk Douglas) está dispuesto a manipular cualquier situación para crear una noticia sensacionalista y es capaz de dejar morir a un hombre sepultado en una cueva, retrasando su salvamento. La mujer de este último colabora en este entramado lo mismo que un sheriff corrupto, mientras alrededor de la montaña en que se encuentra el sepultado se crea un espectáculo circense que atrae a una enorme población deseosa de vivir de un modo directo el drama. Wilder se enfrenta del modo más crudo al tema y, aunque sabe presentar algunos rasgos muy humanos en el periodista que protagoniza la película, no escatima en las escenas más duras (las actitudes de la esposa y del sheriff, las conversaciones e en la cueva con el sepultado, ese sorprendente primer plano final de la muerte de Kirk Douglas…).

En 1954 Sabrina consagra ya el triunfo de la comedia, la apuesta por el humor, aunque siempre se rastree un tono cínico y escéptico sobre los planteamientos generales de la sociedad y las motivaciones de los individuos. El mundo de las grandes fortunas norteamericanas como el de los Larrabee es descrito con ironía y mordacidad, pero Sabrina sigue siendo, sobre todo, un cuento de hadas, una cenicienta contemporánea. Wilder cuenta con la formidable ayuda de Audrey Hepburn, que derrocha espontaneidad, sensibilidad e inteligencia. La hija del chófer se casa con el hijo del futuro gran jefe y se supone, con la mayor verosimilitud, que serán muy felices.
La siguiente película es La tentación vive arriba (The Seven Year Itch, 1955), una comedia llena de picardía que consagra el fenómeno Marilyn Monroe como bomba sexual llamada a dominar la imaginación erótica de toda una generación. Wilder consigue además la imagen icónica de la actriz refrescándose con el aire que sale de la boca del metro y que le levanta el vestido por encima de los muslos. El tono burlón de la película, que hubiese mejorado sensiblemente con Walter Matthau (el preferido por el director que finalmente tuvo que aceptar a Tom Ewell, impuesto por la productora), se combina con una crítica a la hipocresía de la sociedad norteamericana que acentuaba la inclusión del adulterio en el guion original —Bésame, tonto (Kiss Me, Stupid) en 1964 lo permitirá—. Wilder resalta al final cómo la mujer tonta de la calle, ya sea en el prostíbulo, desnudándose en revistas de fotografía o trabajando en la publicidad televisiva, puede ser superior moralmente a las mujeres casadas y asentadas en su matrimonio.
En 1957 inicia una larga colaboración con I. A. L. Diamond que dará como resultado la espléndida comedia Ariane, que bordan Audrey Hepburn, Gary Cooper y Maurice Chevalier. Desde el comienzo, en el que el detective observa las habitaciones del hotel Ritz en París en lo alto de la columna de la Place Vendôme, hasta la escena final en el andén de la estación de ferrocarriles en que Ariane vuelve a repetir sus imaginarias aventuras eróticas poniendo de nuevo celoso al envejecido millonario seductor que encarna Gary Cooper, la película mantiene un ritmo perfecto de frescura y suspense sentimental. Es evidente que los dos protagonistas a los que separan muchos años (parece que Wilder trató en el rodaje de disimular la edad de Gary Cooper) se mienten. Ariane inventa mil aventuras que excitan al viejo libertino y que la unión final, como en tantas ocasiones en Wilder, es un happy end que deja muchas incógnitas en el aire. Es difícil olvidar, no obstante, cómo a través de los juegos perfectamente descritos como en los mejores clásicos del teatro francés (de los celos, por un lado, y del atractivo, por el otro) que para la joven Ariane han supuesto las aventuras de un gran y caballeroso seductor, aunque esté en un momento otoñal, los dos personajes se funden en un emotivo y contundente amor.

Con faldas y a lo loco en 1959 consagra a Wilder con la gran comedia y supone un formidable éxito comercial, con el trío de intérpretes constituido por Jack Lemmon, Tony Curtis y Marilyn Monroe. Aunque la apuesta es por un humor sin límites (que enlaza tal vez más que en cualquier otra película con todo lo que vivió Wilder en el Berlín de Weimar) se reencuentra ese eco amargo y crítico que acompaña sutilmente a la película. El trasfondo será siempre el de la ley seca, de la matanza de San Valentín y de la desigualdad (observado en las dificultades con que se enfrentan los dos músicos obligados a disfrazarse de mujeres.
La obra cumbre e indiscutible de Wilder va a seguir en 1960 con El apartamento, Oscar a la mejor película, mejor guion y mejor dirección. Jack Lemmon, Shirley MacLaine y, en segundo plano, Fred MacMurray, contribuyen decisivamente a que Wilder despliegue lo mejor de sí mismo en una película que nos hace sonreír siempre y que, sin embargo, está teñida de la mayor melancolía. En la gran empresa norteamericana, todos tratan de ascender y tener éxito a cualquier precio, incluido el propio protagonista, con su pequeño apartamento ofrecido a sus jefes para sus aventuras sexuales. Al final, la pareja protagonista decidirá abandonar esa carrera y buscar una felicidad más auténtica.
A El apartamento seguirán comedias como Uno, dos, tres (One, Two, Three, 1961), Irma la dulce (Irma la Douce, 1963), Bésame, tonto (1964) y En bandeja de plata (The Fortune Cookie, 1966) en donde esta combinación de humor, pesimismo y desencanto están siempre presentes. En las películas de este período se va advirtiendo, no obstante, un mayor énfasis en la ternura por parte del director. Presente en las escenas finales tan fellinianas de la amistad entre el periodista y el jugador negro de fútbol al que ha intentado chantajear en Bandeja de plata, y será dominante tanto en La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes, 1970) como en ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre? (Avanti!, 1972). El remake pretendidamente cómico de Primera plana (The Front Page, 1974), con la pareja formada por Walter Matthau y Jack Lemmon como protagonistas, se deja ganar sobre todo por una presentación ácida del mundo de la prensa y de las autoridades políticas y judiciales norteamericanas. En una de sus últimas películas, Fedora (1978), Wilder vuelve al exitoso mundo de El crepúsculo de los dioses, pero no se puede encontrar en ella ni el humor ni la intensidad que rodeaban a la obra maestra que rodó en 1950. Es interesante constatar el punto de vista que adopta Wilder en esos momentos sobre el nuevo cine, que sustituye al cine clásico de Hollywood y que no cuenta ni con los guiones o los actores como ejes vertebradores de las películas ni con los mitos y la magia que el director vienés cree necesarios.

A pesar de todos los rasgos característicos que se pueden encontrar en Billy Wilder, entre los que dominaría esa combinación de humor, ternura cada vez más acentuada y pesimismo crítico más o menos diluido en sus comedias, un halo de misterio no deja de rodear al director. ¿Por qué siempre se ofrece una caricatura de las grandes ciudades como Nueva York, Berlín o Paris? El crítico Jonathan Rosenbaum (2) sostiene que la mejor presentación europea se encuentra en La vida privada de Sherlock Holmes y en ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre? (aunque hay aquí también una desfiguración italiana). La amistad se impone en muchas de sus películas, por encima de todos los obstáculos que se puedan presentar (en Perdición, por ejemplo). En cambio, ¿es el amor el tema indiscutible? ¡Cuántos finales románticos, evitando el sentimentalismo, pero con interrogaciones (Ariane, El apartamento)! ¿Qué vida privada vive con los personajes femeninos que interpretan Marilyn Monroe, Kim Novak, Audrey Hepburn, Shirley MacLaine, Geneviève Page? ¿Sin piedad con la prensa, a pesar de la admiración que se siente a veces por ese trabajo en Primera plana, en El gran carnaval y hasta muy ligeramente en El crepúsculo de los dioses, en ese intento de fuga final del guionista? Dando por descontado la brutal impronta que puede marcar la Alemania nazi (La lista de Schindler es una de las películas que más le hubiera gustado realizar) qué papel otorgar a la influencia del verismo y de lo grotesco del Weimar de los años 20? ¿Cuán lejos está el moralismo de Wilder de la actitud de Fritz Lang ante los Estados Unidos?
Cuenta el director (3) que William Wyler y él llevaron el féretro de Lubitsch y cuando se alejaban él comentó: ”¡Qué pena!, se acabó Lubitsch” pero que Wyler replicó algo mejor: ” Y lo que es peor, se acabaron las películas de Lubitsch”. Las preguntas formuladas ya no pueden ser respondidas por el maestro, pero lo que es peor, se acabaron sus películas y tal vez las que se podrían hacer pensando en “¿cómo lo hubiera hecho Wilder?”.
NOTAS
(1) José Luis Guarner: Autorretrato del cronista. Anagrama, 1994
(2) Jonathan Rosenbaum: Adiós al cine, bienvenida la cinefilia. Monte Hermoso, 2018
(3) Cameron Crowe: Conversaciones con Billy Wilder. Alianza, 2000