Análisis de la sección Perlas del 67º Festival de San Sebastián (I)

Como cada edición la sección Perlas es la que congrega a más público, dado que en ella se exhiben una buena muestra de los mejores títulos del año. La mayoría llegados de triunfar en festivales como Berlín, Cannes o Venecia. En este último compitió una de las cintas de la temporada, Ema, el nuevo largometraje del chileno Pablo Larraín, sin duda alguna uno de los realizadores más notables de la actualidad. Ema es fuego, un orgasmo, una oda a la insurrección, a la libertad, a lo extravagante (aquello que se sale de lo normal), a lo que se desliza del sistema. Ema es una obra cumbre de nuestro tiempo, tan contestataria como iconoclasta. En ella se observa la ruptura sentimental de una pareja de artistas que no han sabido afrontar una controvertida decisión del pasado. Entre medias: incendio, lujuria y reggaetón. La película ofrece los argumentos definitivos que una música tan digna (por cultural) como el reggaetón necesitaba y, además, presenta nuevos modelos de familia y relaciones. La interpretación de Mariana Di Girolamo es ya leyenda, que unido a la subyugante música, a una cámara siempre en movimiento, y a la fragmentación de la narración en la primera parte del metraje hacen de Ema una experiencia cinéfila inolvidable.
Imponente es también, aunque por disímiles motivos, Beanpole, la segunda película del ruso Kantemir Balagov tras sorprender con Demasiado cerca (2017). Con una rugosa fotografía, largos planos secuencias, unos cerrados encuadres y una narración que se construye casi en su totalidad con escenas desarrolladas en interiores, Balagov arma una de las más brillantes reflexiones sobre las terribles consecuencias de la guerra en los individuos. Sórdida y cruel, en Beanpole no hay lugar para la esperanza, para el futuro, para los hijos. Sus jóvenes protagonistas son dos trabajadoras de un hospital de Leningrado que atiende a los heridos de la Segunda Guerra Mundial tras la conclusión de esta. Sus heridas físicas y psicológicas, y el entorno en el que viven hacen de ellas dos seres desamparados, sumidos en la crueldad. Esta radiografía de la enajenación impresiona igualmente por la actuación de sus dos actrices principales, Viktoria Miroshnichenko y Vasilisa Perelygina. Una lástima que Cannes no la programara en su Sección Oficial, puesto que hablamos de una película mayúscula.
Sí compitió en la SO del festival galo Los miserables, la ópera prima en solitario de Ladj Ly, quien se inspira en su propio cortometraje de mismo nombre que estrenó en 2017. Esta Training Day francesa es puro nervio, ritmo, hiperrealismo. En ella se narra el primer día de un nuevo miembro de la brigada Anti-Crimen de Montfermeil, localidad situada al norte de París, que deberá descubrir en poco tiempo el modo de hacer de sus compañeros y las tensiones existentes entre las bandas que allí proliferan. Técnicamente impecable, Los miserables es una llamada de auxilio por la nueva generación que la sociedad y los poderes gubernamentales están creando, un toque de atención al mundo que estamos labrando. Con la novela de Victor Hugo siempre presente, Ly fija su mirada en la Francia periférica -tan maltratada y abandonada por las instituciones- señalando el incremento de imanes radicales, violencia en las calles y niños naufragando alrededor del caos. Con una adrenalínica música de Pink Noise -que se ajusta con la tensión de lo narrado- y un final de los que dejan huella e invitan al debate, Los miserables es una bomba cinematográfica.

Sobre llamas también versa la última apuesta del español Oliver Laxe, O que arde, una introspección hacia el espacio personal de un pirómano. Laxe plasma con minuciosidad el regreso al pueblo de un señor acusado de incendiar los bosques de Lugo y haber ingresado en prisión por ello. El espectador es testigo de su solitaria vida, de la relación con su madre, con los animales y con su entorno, a través de una contención narrativa espléndida, tras un arranque con imágenes y sonidos de enorme fuerza para finalmente hacer arder la pantalla en su tramo final. Ya es un hecho: el Novo Cinema Galego incendiando el panorama cinematográfico internacional.
Ansias había por ver el nuevo trabajo del estadounidense Robert Eggers, El faro, tras cosechar grandes elogios por La bruja (2015), su primer largometraje. A partir de escritos de Herman Melville, Eggers construye un filme tan fascinante como delirante. Dos actores y un faro situado en una isla remota le valen para componer un poema visual terrorífico de gran altura. El duelo interpretativo entre Willem Dafoe y Robert Pattinson es avasallador, tanto como la furia del viento que azota a los personajes. El blanco y negro de su fotografía, el formato cuadrado y esa singular textura le confieren un halo de película de terror clásica muy sugerente y alucinatoria.
Idealismo versus pragmatismo. Este es el combate ideológico que plantea Los consejos de Alice, segundo largometraje del francés Nicolas Pariser –al que ya se le podría asignar la etiqueta de director de cine político tras tres obras con esta temática- y que expone en torno a esta idea numerosos interrogantes difíciles y complejos de responder. Puede decirse que la película es muy francesa, en el buen sentido del término, al transcurrir su narración a través de profusos diálogos –de gran agudeza e inteligencia- e introducir un fino humor con aparente levedad. Una joven filósofa es contratada por el alcalde de Lyon para pensar. Sí, para pensar. Para fabricar ideas interesantes para la ciudad y sus habitantes. Con esta premisa, Pariser consigue una obra muy teórica, abordando asuntos tan pertinentes como la desconexión de la izquierda con el pueblo o la visión pesimista y catastrofista de nuestros tiempos ante el cambio climático, la economía mundial y/o la migración. Las humanidades y las finanzas (que marcan la agenda del mundo hoy día) quedan enfrentadas y se presentan cada vez más distantes. La guinda a esta joyita la ponen Fabrice Luchini y Anaïs Demoustier en sendas actuaciones memorables.

También de corte político es Sorry We Missed You, película en la que el veterano Ken Loach prolonga su inconfundible estilo, con mismas virtudes (su testimonio crudo de la realidad que padece la clase media británica) y mismos defectos (falta de sutileza en algunos tramos). Loach se las ingenia para volver a su discurso ajustándose a los tiempos. Los servicios de paquetería con sus falsos autónomos y las empresas de ayuda a domicilio a personas en situación de dependencia son ahora el centro de la diana de sus dardos, ya que estas son las profesiones del matrimonio que protagoniza el filme. A esta pareja, junto a sus dos hijos, le sobrevienen una acumulación de tragedias en un espacio corto de tiempo, queriendo el director británico resaltar el abandono de estas familias por parte de las instituciones públicas y esa máxima que refleja que al más pobre siempre se le amontonan más problemas. Ya saben, a perro flaco todo son pulgas. El mensaje es claro: la lucha obrera quedó relegada al pasado (expuesta en el filme a través de un antiguo álbum de fotos) y la sociedad se encuentra cada vez más ahogada por un sistema que aplasta a sus ciudadanos, los introduce en un sinfín de dilemas morales y los hace enfrentarse entre ellos mismos. Pocas veces el término necesario resulta tan idóneo para definir una filmografía como la de Loach.