41 Festival de Cine de La Habana (2019)

El Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana ofrece todos los años en la primera quincena de diciembre la gran oportunidad de ver la producción cinematográfica latinoamericana de cada año, ya que recoge los filmes presentados en Berlín, Cannes, Venecia, San Sebastián, Toronto y algunos más que siempre se añaden. Visto desde su perspectiva original en 1979, la fecha del primer festival, es la gran cita del nuevo cine latinoamericano, aquel que comenzó asociado al “cinema novo brasileño” de Glauber Rocha, al “Tercer Cine argentino” de Getino y Solanas, al “cine imperfecto” de Julio García Espinosa y al grupo “Ukamau” de Bolivia, como ha recordado recientemente Fernando Pérez. Es éste también el brillante nuevo cine de los comienzos de la Revolución cubana (Titón, Humberto Solás, Santiago Álvarez) promovido por Alfredo Guevara desde el I.C.A.I.C. (Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos). Un cine comprometido y radical que, sin caer en el realismo socialista (uno de los grandes logros de este período) trata de ofrecer al espectador una visión distinta a las imágenes de Hollywood, aspirando a reflejar sin evasiones la problemática social latinoamericana del momento.
Desde Dios y el diablo en la tierra del sol de Glauber Rocha o La hora de los hornos de Fernando E. Solanas en 1985, El exilio de Gardel de este mismo director o La historia oficial de Luis Puenzo, así como ya en nuestro siglo, Amores perros de González Iñárritu o La ciénaga de Lucrecia Martel, por no hablar de la obra actual de cineastas como Ciro Guerra, Pablo Larraín, Karim Aïnouz o Amat Escalante, el “nuevo cine” ha ido cambiando considerablemente tanto en su enfoque temático como formal. En la actualidad, ”nuevo cine latinoamericano” equivaldría en realidad a un cine de calidad que no renuncie a reflejar de un modo directo o indirecto los grandes problemas a que se enfrenta el continente latinoamericano en su conjunto: desigualdad social, violencia de género, indigenismo, emigración, diversidad… A todas estas cuestiones se refirió en sus palabras inaugurales el actual director del Festival, Iván Giroud, aunque en La Habana, como en el resto de los festivales internacionales, se trata de ofrecer también, cada vez más, una programación atractiva para el gran público habanero que no excluya el interés comercial. Es significativo, por ejemplo, que en las encuestas de público que se llevan a cabo regularmente, se manifieste que se repiten demasiado la violencia, la marginalidad o la emigración y que sería necesario que hubiese más alegría y optimismo en las películas.
Esta 41ª edición marcó tal vez un punto de equilibrio, ya que sin abandonar su carácter radical y combativo (máxime en un momento tan candente con las crisis en Ecuador, Bolivia, Nicaragua, Venezuela, Chile y los nuevos gobiernos en Brasil y Argentina), apostó al mismo tiempo por una línea de apertura a las generaciones jóvenes. Esta apuesta tuvo en especial en cuenta a las nuevas generaciones cubanas, tras las polémicas que en los últimos años ha habido entre las instituciones oficiales y un cine joven más independiente. El premio a la mejor ópera prima fue para Agosto, de Armando Capó y el premio al mejor documental para A media voz, de Patricia Pérez Fernández y Heidi Hassan, ambas películas producidas en Cuba. Si en la pasada edición el festival dedicó, como ya es habitual, unos cuidadosos homenajes a grandes figuras e instituciones bien establecidas como Santiago Álvarez, el genial autor del Noticiero ICAIC Latinoamericano, al propio ICAIC en sus 60 años, o al espléndido compositor Leo Brouwer, asociado al Grupo de Experimentación Sonora que se puso en pie en los años 60 acompañando a la nueva cinematografía (otro de los grandes aciertos de la época),el Festival de 2020 estará dedicado al punto de vista de los jóvenes cineastas latinoamericanos.

El Coral a la mejor película recayó en la argentina Los sonámbulos, de Paula Hernández, que obtuvo también el premio al mejor guión y a la mejor interpretación femenina para Érica Rivas. Fue sin duda una decisión sorprendente, ya que competía con indiscutibles películas brasileñas como Bacurau o La vida invisible de Eurídice Gusmão, ambas premiadas en Cannes. Los sonámbulos repite la atmósfera planteada en La ciénaga. De nuevo, una casa de campo, en las fiestas navideñas con un ambiente familiar endogámico, machista y asfixiante que acaba por explotar tras una dramática situación creada por los jóvenes. A diferencia de la obra de Lucrecia Martel, esta película tiene mucha menos fuerza y cae en un convencionalismo que se va gradualmente apropiando del film.
Mucho más poderosa es Algunas bestias, segundo largometraje del chileno Jorge Riquelme, que ganó el Coral a la mejor dirección y el premio especial del Jurado, ex aequo con La llorona. Algunas bestias se alzó igualmente con el Premio Nuevos Directores en el Festival de San Sebastián. Impecablemente realizada, sabe mantener una viva tensión en el encierro que se ve abocada una familia de la alta burguesía chilena en una isla que el joven matrimonio de la familia pretende desarrollar turísticamente. Como en Los sonámbulos, el ambiente represivo y violento explota trágicamente al final. Todos los personajes son analizados con originalidad y precisión. Paulina García y Alfredo Castro, que hilan brillantes interpretaciones, forman la pareja de abuelos, sus desbordantes prejuicios y perversidades. Riquelme apunta a convertirse en un segundo Larraín, que esta vez no ha acertado con Ema, presentada en Venecia.
La cinematografía brasileña destacó sobre todas las demás en La Habana. Bacurau, de Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles es posiblemente la mejor película latinoamericana de este año. Se trata de un western distópico, que se adelanta a señalar simbólicamente la problemática del Brasil de Bolsonaro: un pueblo en el nordeste, Bacurau, que unos invasores extranjeros quieren borrar del mapa, eliminando incluso a sus habitantes. Bacurau constituye una alegoría del “pueblo brasileño”, con su profesor y líder, Plinio, la médico temperamental y entregada a la comunidad que encarna Sonia Braga, el viejo cantautor, el joven bandido Lunga que vuelve para salvar al pueblo o los políticos locales corruptos que han entregado el país a los inversores extranjero. Los “malos” son también analizados con una cierta profundidad: antiguos combatientes, funcionarios de prisiones, individuos neurotizados por problemas afectivos personales como un divorcio no asumido. Utilizan medios tecnológicos avanzados: drones, una estrategia que va tratando de eliminar al pueblo en el mapa, en Internet, de la memoria histórica. Son extranjeros “que no están”, que han conseguido ocultar totalmente que se encuentran en la zona. Al brillante guión se suma un espléndido trabajo de caracterización individualizada de los personajes de ambos bandos.

La vida invisible de Eurídice Gusmão, de Karim Aïnouz, se aparta de la línea que habitualmente ha seguido el director y opta esta vez por un film clásico, que le permite una espléndida descripción del Rio de los 50 y de los 60,de los distintos ambientes de la ciudad y de una serie de personajes típicos, y entrar en una disección del melodrama, resaltando sus aspectos más humanos, más agresivos (la mentalidad machista de la época, culpable de los sufrimientos y de la frustración vital de las protagonistas) y más conmovedores. A estas dos películas debe añadirse el excelente trabajo de Sandra Kogut con Três Verões que enlaza con la coreana Parásitos y la mexicana Mano de obra al describir la ocupación de lujosas viviendas por la clase obrera. Y entre las óperas primas La fiebre, de Maya Da-Rin, que se centra en la discriminación de las poblaciones indígenas.
En cuanto al cine chileno, además de Algunas bestias, debería resaltarse Blanco en blanco, de Theo Court, terrible descripción del genocidio de los nativos selknam en Tierra del Fuego, a principios de siglo, que ofrece el contraste de una deslumbrante belleza formal. Por otro lado, Perro bomba, ópera prima de Juan Cáceres, logra un ajustado análisis de las dificultades de la emigración haitiana en Santiago así como de los prejuicios y de la explotación de que es objeto por parte de la población local.
Aparte de Los sonámbulos, la selección argentina contó con dos películas comerciales, de excelente factura técnica: La odisea de los giles de Sebastián Borensztein y El cuento de las comadrejas de Juan José Campanella, Premio del Público. Entre las óperas primas, De nuevo, otra vez, de Romina Paula, premio Horizontes Latinos en San Sebastián, certera reflexión sobre la maternidad y el feminismo, en que la directora demuestra una gran maestría y originalidad, y Las buenas intenciones, de Ana García Blaya, que ha conquistado premios en numerosos festivales. Esta última película se aproxima a los problemas de un joven matrimonio envuelto en la crisis que su país pasó en los 90 con gran frescura y humanidad, insertando en su desarrollo películas propias rodadas con anterioridad.

La cinematografía mexicana ofreció una interesante selección, más modesta tal vez que en ocasiones anteriores. Mano de obra, ópera prima de David Zonana que fue incluida en la competición oficial en San Sebastián, es un film muy riguroso que se mueve prácticamente en el único escenario de un lujoso chalet ocupado por los obreros que han estado trabajando en su construcción. Sus ocupantes crean una comunidad ejemplar, que acaba destruyéndose a sí misma, imitando a la sociedad corrupta y desigual en que se inserta. También se proyectó Los lobos, de Samuel Kishi vuelve al tema de la emigración a Estados Unidos, en este caso Alburquerque. Una madre con sus dos hijos pequeños encuentra en la unión familiar la felicidad que no le proporciona el nuevo entorno. Esto no es Berlín, de Hari Sama es un film vibrante sobre el proceso de cambios de costumbres y mentalidades en la juventud de las clases altas en el México D.F. de los años 80.
Otras películas a destacar fueron la colombiana Monos, de Alejandro Landes, muy espectacular, sobre la utilización de los adolescentes en la guerra, Los tiburones de la uruguaya Lucía Garibaldi sobre el despertar sexual de una adolescente, La bronca de los hermanos peruanos Vega que describe la inadaptación de emigrantes peruanos en Canadá y la violencia de los 90 en su país como telón de fondo y La llorona, del guatemalteco Jayro Bustamante. Esta última película se centra en el juicio al genocidio maya que llevó a cabo el régimen militar y las secuelas psicológicas que deja en sus autores, confirmando a su director como uno de los nombres que se están situando en primera línea dentro de la cinematografía latinoamericana.

Para Cuba, fue esta última edición un hermoso festival, que anuncia un futuro esperanzador para su cine. El premio a la mejor ópera prima recayó en Agosto, de Armando Capó, seleccionada en Horizontes Latinos en San Sebastián. Se trata de una película sencilla y bien construida que describe sin dramatismo el triste verano de iniciación a la madurez de un estudiante antes de acceder a la Universidad, en plena crisis de los balseros.
El premio al mejor documental fue para A media voz, realizado por dos jóvenes cubanas, Patricia Pérez Fernández y Heidi Hassan, íntimas amigas cuando eran alumnas en la Escuela de Cine en Cuba y que se ven obligadas a emigrar, una a Ginebra y la otra a España. El documental se adentra en la comunicación existente entre ambas, que se restablece al cabo del tiempo. Tras veinte años de alejamiento de su país sienten una gran nostalgia por la época estudiantil, volcada en la actividad por la que han sentido una gran vocación. El film mantiene un tono melancólico, intimista y nostálgico de principio a fin. En la entrega de premios Heidi Hassan se refirió, al igual que hizo el novelista Leonardo Padura en la presentación un documental dedicado a él y dirigido por Nayare Menoyo Florián, a un futuro de inclusión.
A destacar además en la oferta cubana el excelente retrato que Ernesto Daranas compone sobre la artista e investigadora de las religiones afrocubanas Natalia Bolívar en el documental Natalia, así como el corto Generación, realizado por Carlos Lechuga y Marco A. Castillo, artista plástico y antiguo miembro de Los Carpintero, quienes reflejan una joven generación que no pudo expresarse como quiso en los años 60 y 70.
En términos generales, el cine latinoamericano se está alejando de una presentación directa de la problemática político-social (aunque es de prever que habrá más adelante un fuerte reflejo de las numerosas crisis actuales) y se dirige más al cine de género y a la concentración en problemas individuales. Pero, ¿no es en los individuos y en los pequeños núcleos en donde se refleja más genuinamente el peso de la Historia, como se descubre en Tolstói y en los grandes creadores?